EL FANTASMA DE BLANDINGS. TODO LO PUBLICADO
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NOVELA FALSA.
EL FANTASMA DE BLANDINGS es una auténtica y original novela de Pseudo Wodehouse. Se trata de aliviar al aficionado que no encuentra más que libros cuyos derechos de autor se han caducado. Muy buenos libros de P.G. Wodehouse, pero aquel talentazo ha emigrado a otros mundos y no parece que tenga ganas de escribir más, por el momento.
Se salvan las dificultades pero se advierte que el autor de esta novela, que va a ser escrita ante sus ojos asombrados, es sólo un aficionado que, al no hallar más libros del genial Wodehouse, se los escribe para uso doméstico y para vivir en la permanente compañía de Lord Emsworth, de su hijo Freddie, de la Emperatriz, de Dunstable, de Bertie, de Jeeves, de Lord Tilbury, y de todas las imposturas que se suceden en el Castillo de Blandings. ¡Aquel Baxter! ¡Aquella Lavender! ¡El pillo de Lord Tílbury, conocido como "maloliente" por el singular Galahad! Qué tiempos ésos que nunca pasan.
Primera entrega:
Con un rápido giro hacia el sur, el sol inundó Convent Garden y cayó de lleno sobre la esbelta figura de Frederick Altamond Cornwallis Twistleton, quinto conde de Ickenham, que rondaba por los alrededores seguido por su sobrino Pongo, del que es posible obtener informes en el Drones Club, si se pregunta por Oofy Prooser.
En otros tiempos, tío y sobrino corrieron a velocidad de crucero emocionantes aventuras, aprovechando los rayos de luz que en Londres estimulan la fantasía de los condes. Como cuando se hicieron pasar por pedicuros de loros y arreglaron una familia en descomposición.
Pero volvamos al principio: Un Par del Reino, aunque sólo cuente con el espacio imprescindible para encajarse la corona, sabe por tradición que en Covent Garden residen "Brothers Moss & Co.", muy capaces de equipar a un regimiento para representar La Carga de la Brigada Ligera. Sin estos benéficos hermanos se tendría que suspender la colorida Apertura de la Cámara.
Al día siguiente, dóciles manadas de lores acuden a las instalaciones de los Moss con una discreta maleta donde la corona y el manto soñaban en el pasado esplendor parlamentario.
De ahí que el sol hubiera derivado hacia el sur para dar sobre el conde de Ickenham cuando acababa de devolver el equipo de Par a uno de los innumerables hermanos Moss, que también traficaban en bigotes, pelucas, armaduras isabelinas y cascos de Dragones. Con penacho.
Según el parecer del curioso sol, aquella era una pareja feliz y familiar, pero con dos opiniones que divergían si les quitaba el ojo de encima. Pongo se mantenía estático, como pensando en los bancos para sentarse en ellos, mientras que tío Fred deseaba recorrer los lugares del Londres de su juventud, antes de irse a América y aprender los gritos de los porquerizos para abrir el apetito a los cerdos delicados de tripa.
-Por una multa de un chelín, Pongo, podías arrebatarle el casco a un guardia, cuando ahora no escapas por menos de cinco macarias.
Pongo se retorcía. Interiormente, por supuesto: es el trabajo de todo sobrino que vive de la subvención de un conde. Pero recordaba que, con una charla intrascendente como aquella, su tío le había llevado a disfrazarse de alguien llamado Basil y a cortarle las uñas a un pobre loro de los suburbios. No compartía el espíritu de "instruir deleitando", hereditario en la casa de los Ickenham.
-Por menos de eso -dijo, señalando cómo pasa el tiempo- comes en la basserie del Ritz.
-Pero sin emoción, a no ser que te faciliten un guardia a los postres. Terminas el coñac, te dices "vamos allá" y pronto hay un bobby sin caparazón.
-Y un conde ante el juez.
-Hay condes que sí y condes que no. Depende del reuma en gran medida. Creo que sólo atrapan a los que viven en el mar o cerca del Támesis. La cosa de la humedad les perjudica.
Se salvan las dificultades pero se advierte que el autor de esta novela, que va a ser escrita ante sus ojos asombrados, es sólo un aficionado que, al no hallar más libros del genial Wodehouse, se los escribe para uso doméstico y para vivir en la permanente compañía de Lord Emsworth, de su hijo Freddie, de la Emperatriz, de Dunstable, de Bertie, de Jeeves, de Lord Tilbury, y de todas las imposturas que se suceden en el Castillo de Blandings. ¡Aquel Baxter! ¡Aquella Lavender! ¡El pillo de Lord Tílbury, conocido como "maloliente" por el singular Galahad! Qué tiempos ésos que nunca pasan.
Primera entrega:
Con un rápido giro hacia el sur, el sol inundó Convent Garden y cayó de lleno sobre la esbelta figura de Frederick Altamond Cornwallis Twistleton, quinto conde de Ickenham, que rondaba por los alrededores seguido por su sobrino Pongo, del que es posible obtener informes en el Drones Club, si se pregunta por Oofy Prooser.
En otros tiempos, tío y sobrino corrieron a velocidad de crucero emocionantes aventuras, aprovechando los rayos de luz que en Londres estimulan la fantasía de los condes. Como cuando se hicieron pasar por pedicuros de loros y arreglaron una familia en descomposición.
Pero volvamos al principio: Un Par del Reino, aunque sólo cuente con el espacio imprescindible para encajarse la corona, sabe por tradición que en Covent Garden residen "Brothers Moss & Co.", muy capaces de equipar a un regimiento para representar La Carga de la Brigada Ligera. Sin estos benéficos hermanos se tendría que suspender la colorida Apertura de la Cámara.
Al día siguiente, dóciles manadas de lores acuden a las instalaciones de los Moss con una discreta maleta donde la corona y el manto soñaban en el pasado esplendor parlamentario.
De ahí que el sol hubiera derivado hacia el sur para dar sobre el conde de Ickenham cuando acababa de devolver el equipo de Par a uno de los innumerables hermanos Moss, que también traficaban en bigotes, pelucas, armaduras isabelinas y cascos de Dragones. Con penacho.
Según el parecer del curioso sol, aquella era una pareja feliz y familiar, pero con dos opiniones que divergían si les quitaba el ojo de encima. Pongo se mantenía estático, como pensando en los bancos para sentarse en ellos, mientras que tío Fred deseaba recorrer los lugares del Londres de su juventud, antes de irse a América y aprender los gritos de los porquerizos para abrir el apetito a los cerdos delicados de tripa.
-Por una multa de un chelín, Pongo, podías arrebatarle el casco a un guardia, cuando ahora no escapas por menos de cinco macarias.
Pongo se retorcía. Interiormente, por supuesto: es el trabajo de todo sobrino que vive de la subvención de un conde. Pero recordaba que, con una charla intrascendente como aquella, su tío le había llevado a disfrazarse de alguien llamado Basil y a cortarle las uñas a un pobre loro de los suburbios. No compartía el espíritu de "instruir deleitando", hereditario en la casa de los Ickenham.
-Por menos de eso -dijo, señalando cómo pasa el tiempo- comes en la basserie del Ritz.
-Pero sin emoción, a no ser que te faciliten un guardia a los postres. Terminas el coñac, te dices "vamos allá" y pronto hay un bobby sin caparazón.
-Y un conde ante el juez.
-Hay condes que sí y condes que no. Depende del reuma en gran medida. Creo que sólo atrapan a los que viven en el mar o cerca del Támesis. La cosa de la humedad les perjudica.
* * * * *
INICIO DESECHADO DE “EL FANTASMA DE BLANDINGS.
Equivalente a las “Tomas Falsas”
Equivalente a las “Tomas Falsas”
Tan pronto como el sol dió con el Shropshire, y lo alumbró, se pusieron en en marcha dispares mecanismos.
George Cyril Wellbeloved, porquerizo en Blandings y partidario de degollar a sus señores, llevó el desayuno a la Emperatriz: contemplándola ingerir y hocicar, creyó descubrir a Dios. Tenía un ojo bizco y la nariz quebrada, fruto de sus ideas políticas expresadas en Gose&Gander, la taberna que servía de parlamento montaraz a los vecinos de Market Blandings. Su cliente principal era la Emperatriz de Blandings, medalla de plata durante tres años consecutivos en la categoría “Cerdos Gordos” de la Exposición Agrícola de Shropshire. La cerda, sólo espiritual tras el almuerzo, hozaba con un entusiasmo que elevaba la ligera alma de Wellbeloved, sumiéndolo en la contemplación. Jamás tanta resaca subió más arriba.
Algo después, la luz del mismo sol lo pensó dos veces antes de iluminar a Lady Constance Keeble, hermana de Lord Emsworth y castellana suprema de Blandings. Era su voluntad la que hacía crecer a las rosas y palidecer a los nabos. Era su voluntad la que mantenía a Beach, el mayordomo, con aspecto de obispo y dócil como un cordero. Era su voluntad la que exigía del sol un horario civilizado.
Lady Constance avanzaba hacia la sede de la Emperatriz, dejando atrás remolinos de brisa. Una hija de cien condes también mantiene a las brisas sometidas al viejo espíritu feudal:
-Bellveloved. -imperó- Llévese la cerda. Hoy llega un americano, mister Robenston, un famoso escritor que no comprenderá la fijación de Lord Emsworth por la crianza del cerdo.
-Como los rayos, Madam... ...
George Cyril Wellbeloved, porquerizo en Blandings y partidario de degollar a sus señores, llevó el desayuno a la Emperatriz: contemplándola ingerir y hocicar, creyó descubrir a Dios. Tenía un ojo bizco y la nariz quebrada, fruto de sus ideas políticas expresadas en Gose&Gander, la taberna que servía de parlamento montaraz a los vecinos de Market Blandings. Su cliente principal era la Emperatriz de Blandings, medalla de plata durante tres años consecutivos en la categoría “Cerdos Gordos” de la Exposición Agrícola de Shropshire. La cerda, sólo espiritual tras el almuerzo, hozaba con un entusiasmo que elevaba la ligera alma de Wellbeloved, sumiéndolo en la contemplación. Jamás tanta resaca subió más arriba.
Algo después, la luz del mismo sol lo pensó dos veces antes de iluminar a Lady Constance Keeble, hermana de Lord Emsworth y castellana suprema de Blandings. Era su voluntad la que hacía crecer a las rosas y palidecer a los nabos. Era su voluntad la que mantenía a Beach, el mayordomo, con aspecto de obispo y dócil como un cordero. Era su voluntad la que exigía del sol un horario civilizado.
Lady Constance avanzaba hacia la sede de la Emperatriz, dejando atrás remolinos de brisa. Una hija de cien condes también mantiene a las brisas sometidas al viejo espíritu feudal:
-Bellveloved. -imperó- Llévese la cerda. Hoy llega un americano, mister Robenston, un famoso escritor que no comprenderá la fijación de Lord Emsworth por la crianza del cerdo.
-Como los rayos, Madam... ...
RECHAZADO EN LA PRIMERA INSPECCIÓN.
EL FANTASMA DE BLANDINGS 2
Segunda entrega de este novela de Pseudo Wodehouse. Busque en el índice o en los archivos la primera parte. La obra pertenece a Arturo Robsy, que autoriza su difusión por Internet. No su impresión ni ningún otro uso comercial.
SEGUNDA ENTREGA
Por un momento el sol vaciló sobre su elíptica. Había captado una figura familiar y la irradió generosamente. Los Emsworth, vestido de conde de los zapatos a la chistera, se abismaba en la contemplación de una rosa pública, de una rosa de parque blanca, lozana y alada. Cerca, con apariencia de quien caza a la guaita, acechaba un guarda: tenía buena memoria y aquel era el mismo tipo raro que, de año en año, pasaba por allí decidido a cortar las flores del municipio. Recordaba que era conde o duque, pero no alcanzaba a imaginar la causa de esa obsesión anual.
Cuando el sol lo reconoció, Emsworth era un conde a punto de levitar. Sólo unas pocas cosas le hacían recogerse como en oración y abandonarse a la contemplación de los paraísos: las calabazas, las rosas y las cerdas.
Ickenham, al verle arrobado, supo el orden de los próximos acontecimientos: Lord Emsworth, en éxtasis, cortaría la flor del día, el guarda le detendría, se formaría un alboroto porque siempre gusta ver a un tipo con sombrero de copa en apuros; y, al final, se resolvería el asunto en la comisaría.
-Hola, hola, Emsworth.
-¿Eh? ¿Ah? -era su forma de bajar la cabeza de las nubes-. Hola, sir Roderick
-Andas atrasado de información. Ahora soy Lord Ickenham.
-Enhorabuena.
-Fui sir Roderick Glossop, el loquero, sólo unos días, en Blandings. Luego volví a mi ser natural, o sea, a Frederick Altamond Cornwallis Twistleton, Lord Ickenham.
-Ah, las barbas y todo aquello.
-Todo aquello, en efecto, con unos toquecitos de Connie y otros de Baxter.
-¡Baxter! -rugió Emsworth: los ladrones de cerdas le soliviantaban.- Recuérdame que le despida.
-Ya no has hecho. Una medida que no te hubiera recomendado mejor la Pitonisa.
-¿Cuál?
-La de Delfos, ¿qué otra? Y ahora habla por mi boca: ¿ibas a cosechar esa rosa?
El buen conde regresaba y empezaba a notar el parque bajo sus pies. Ya recordaba que había dos sir Roderick, uno auténtico y otro falso, pero que le colgaran si sabía quién era quién, aunque, ciertamente, Ickenham sólo había uno y era el organismo allí presente: una inteligencia penetrante.
-¿Cómo sabes eso?
-Transmisión de pensamiento entre condes. Y leo tu futuro a no ser que des un paso atrás. No mires ahora, pero hay un ciudadano que te vigila y restriega los pies sobre el camino. Por la gorra sospecho que se trata de un guarda, justo el mismo que ya te ha pillado dos veces cortando sus rosas.
-¿Eh? ¿Ah? El parque, sí.
-Y los Hermanos Moss y compañía. A tus cincuenta y ocho años a lo mejor eres víctima del letargo de la edad.
-Oh, no. -pensó, dudando entre si pensar o volverse para ojear al guarda. Pensó.- No es la edad. Siempre he sido así, que yo recuerde. Además, estoy abrumado.
Los instintos benéficos de Frederic Altamond Conrwallis, quinto conde de Ickenham, levantaron las orejas. Los de Pongo Twisttleton cayeron al sueño, retorciéndose.
-Por cierto, Emsworth, ¿recuerdas a mi sobrino?
-Se ha quitado usted la barba. -advirtió el conde.
Pongo se estremeció junto con sus sentimientos benéficos. Peor que el episodio del loro era el recuerdo de sus aventuras en el Castillo de Blandings, perseguido de cerca por Lady Constance Keeble, castellana hermana de Lord Emsworth, muy suspicaz ante la manía de los impostores de presentarse a bandadas en su casa.
-Ya hemos recuperado la memoria, ¿verdad?
-Ya la hemos recuperado. -aseguró Clarence, noveno conde de Emsworth y vizconde de Bosham hasta que le pasó el título a su hijo con motivo de... de alguna cosa seguramente muy natural y que no valía la pena recordar.- Ya hemos recuperado la memoria y, con ella la abrumación.
-Caminemos un poco, Emsworth. Desengancha las arterias.
-Caminemos, pero después de echar un vistazo a ese señor que nos acechaba y que dices que nos conocía.
-¿Qué, lo conocemos, Emsworth?
-Lo conocemos y, es más, lo recordamos con claridad. Nos decía cosas de la personalidad oculta de los condes.
Anduvieron unos minutos por entre el silencio. Clarence parecía atento a las evoluciones de unas palomas. Las palomas no hacen otra cosa que evolucionar por los cielos y no contaban con su aprobación: gentes como ellas le habían arruinado el sombrero de copa anterior al allí presente y temía cualquier jugarreta.
-¿Y bien? -preguntó Ickenham.
-Creo que están lejos.
-¿Quiénes?
-Las palomas. Ya sabes que siempre buscan sombreros. Tienen patrullas volando permanentemente y, cuando ven uno, lo atacan por sorpresa. Palomas y sombreros no se llevan bien. Creo que los sienten como un desafío. Ya sabes que siempre buscan sombreros. Tienen patrullas...
-Los buscan. Bien observado. Pero preguntaba por esa “abrumación” tuya.
-Oh, sí. ¿Sabes lo que son los hijos?
-Lo siento: no me he reproducido; pero, si te sirve, sé lo que son los sobrinos.
-Se les bautiza, se les viste y, en cuanto cumplen la edad, se les envía a Eton. ¿Y para qué? En un descuido se casan y se vuelven vendedores de galletas para perros.
-¿Hablamos de Freddie?
-¿Qué Freddie?
-Del menor de tus hijos. Ya sabes, primero Bosham y, luego, Freddie.
-Es hijo mío.
-¿Hablamos de él? -con Emsworth había que tomarse las conversaciones con tila. Obtener frases rápidas, como rayos, que derramaran la luz sobre los hechos, era una vana esperanza.
-¿Y te referías a él como foco de tu “abrumación”?
-No.
-¿Qué otro hijo tienes invertido en el negocio de las galletas para perros?
-No es Freddie, es su mujer, Niágara. Ha venido de compras para reponerse de una ligera gripe. Conoció en el barco a un famoso escritor... ¿Por qué todos los americanos llevan gafas negras y sombrero flexible, a veces con una plumita, Ickenham?
-Se vuelven americanos en el barco. En su tierra son normales pero les pasa algo misterioso, como lo de Jeckil y Hyde. Y vagan por Inglaterra con gafas negras, flexibles y chaquetas a cuadros.
-Y sin paraguas. Verdad, verdad. ¿Le conoces?
-¿A quién?
-Al americano que se trajo Niágara a Blandings.
-¿El escritor está en Blandigs?
-Niágara lo invitó al enterarse de que el tipo buscaba auténticos fantasmas de castillo.
-Tu no tienes fantasma, de modo que le pones de patitas en la calle.
-No tengo, no, pero está Connie, que es una maníaca de las leyes de la hospitalidad. Además, le gusta tener en casa a celebridades. Y nuestro americano es célebre aunque nunca lo oí mencionar antes.
-¿Se llama Whitman?
-No. Más complicado.
-¿Twain?
-No conozco a otro americano famoso, Emsworth. Sigamos: ¿Connie le ha dado ya el pan y la sal?
-Dios mío, espero que no. Pastas de te, sí.
-Pues estás en un compromiso.
-Ya lo puedes jurar, Ickenham. Porque ese bribón de Tílbury anda detrás de las obras del americano: en las colonias prácticamente se las quitan de las manos a los libreros. Tílbury se presentó con un secretario y no hace más que rondar al escritor y hacerse llamar Lord para atribularlo.
-Eso es aún peor. Galahad le llama siempre “stinker tinker” y por algo será.
-¿Peor? ¿Es que no sabes que Tílburi cría cerdos? Ya trató de birlarme a la Emperatriz. Y el otro ladrón, el Duque de Dunstable, se ha presentado en casa. Habrán convenido en repartirse el botín.
-Ya me hago cargo. Los duques no son trigo limpio. Creo que ya han superado a los baronets en el ranking.
-¡Palomas! -dijo Emsworth, que no había dejado de vigilar disimuladamente.- Ésas no son formas de volar. ¿Has visto como raseaban?
-¿Y qué piensas hacer?
-Quitarme el sombrero. Son los sombreros los que las vuelven agresivas. Como los infernales niños de la catequesis, cuando presido algo con el cura: siempre hay alguno que trata de acertarme en la chistera con un bollo mordido. Connie me lo hace llevar, pero siempre he creído que una gorra provoca menos atentados en estos tiempos revolucionados.
-Tienes razón, pero hemos de conformarnos con un mundo donde es necesario ir de tiros largos. Es obligación de los condes soportar el peso de la chistera. Hablemos de lo que piensas hacer respecto a la cerda, a Dunstable, a Tílbury y a Niágara con su americano, del que lo único que sabemos es que no es Walt Whitman.
-¿Por qué crees que estoy abrumado? Y algo sé de andar entre brumas. No puedo hacer nada y allí está el hombrecito husmeando en los rincones, vigilado por Tílbury, a su vez vigilado por Dunstable, y todos vigilados por Connie que es la guardiana de las tradiciones familiares.
-Podríamos enviar un fantasma falso que diera algunos gritos por la noche y dejara una mancha de sangre en la alfombra. Visto un auténtico fantasma de castillo, el americano habría terminado su trabajo y se largaría en busca de otros.
-Ya pensé en ponerle una sábana al porquerizo, Wellbeloved, pero no es posible: el olor de la pocilga y el aliento de ginebra le delatarían. Además, la sábana no basta: ya nos ha dicho que los verdaderos fantasmas de castillo se parecen a los cuadros de la galería, y no hay modo de ponerle a Wellbeloved una barba que no le acabe colgando de la oreja.
Pongo volvió a estremecerse. Siempre que se repartían barbas le tocaba algún papel terrible, de mucho sufrimiento.
-Me hago cargo. No se puede esperar de Wellbeloved una buena actuación. ¿Sabe dar carcajadas siniestras? ¿Sabe hacer ruido de huesos flojos o chirriar los dientes? Ahora bien, un hombre que hubiera participado en representaciones de aficionados, quizá fuera capaz de satisfacer a tu americano.
Tío Fred, al decirlo, miraba fijamente a Pongo. Siempre supo que su sobrino tenía un talento especial con la barba puesta.
-No te haces cargo, Ickenham. Porque también tengo a Beryl, mi sobrina; la hija de alguna de mis hermanas. Beryl vaga por las estancias. Todas mis sobrinas vagan por ellas tarde o temprano. De pequeñas persiguen a los silbones del estanque y, de mayores, vagan. En cuanto se enamoran las facturan a Blandings. Y se enamoran todas, sin excepción. Creo que Beryl bebe los vientos por un comunista.
Pongo estaba en el secreto de aquel amor entre Beryl y su compañero de colegio, un tal Rob Rowbottham:
-Por un columnista. -corrigió.- Trabaja en el Red Sun de Tílbury.
Lord Emsword flotaba ligeramente hacia poniente y daba vueltas en torno a la nueva noticia, como un abejorro que ronda un pistilo.
-Columnista – le ayudó Pongo- es un periodista.
-Dios me bendiga. -gimió el lord.
Era un sencillo criador de cerdos espiritual y había sido atacado por los periodistas, que insinuaron que añadía fármacos a la dieta de la Emperatriz, Medalla de Plata En La Exposición de Cerdos Gordos.
Entonces sucedió lo que Pongo venía temiendo desde que el rayo de sol les mostró la imagen neblinosa de lord Emsworth:
-Invítanos a Blandings. -dijo el insensato tío Fred.- Necesitas mucha ayuda.
Como ya estaban a las puertas del Club de los Conservadores, corrieron a restaurar sus tejidos.
-Periodista, periodista -murmuraba lord Emsworth, mojando, de tanto en tanto, los níveos bigotes en el whisky con agua.
Segunda entrega de este novela de Pseudo Wodehouse. Busque en el índice o en los archivos la primera parte. La obra pertenece a Arturo Robsy, que autoriza su difusión por Internet. No su impresión ni ningún otro uso comercial.
SEGUNDA ENTREGA
Por un momento el sol vaciló sobre su elíptica. Había captado una figura familiar y la irradió generosamente. Los Emsworth, vestido de conde de los zapatos a la chistera, se abismaba en la contemplación de una rosa pública, de una rosa de parque blanca, lozana y alada. Cerca, con apariencia de quien caza a la guaita, acechaba un guarda: tenía buena memoria y aquel era el mismo tipo raro que, de año en año, pasaba por allí decidido a cortar las flores del municipio. Recordaba que era conde o duque, pero no alcanzaba a imaginar la causa de esa obsesión anual.
Cuando el sol lo reconoció, Emsworth era un conde a punto de levitar. Sólo unas pocas cosas le hacían recogerse como en oración y abandonarse a la contemplación de los paraísos: las calabazas, las rosas y las cerdas.
Ickenham, al verle arrobado, supo el orden de los próximos acontecimientos: Lord Emsworth, en éxtasis, cortaría la flor del día, el guarda le detendría, se formaría un alboroto porque siempre gusta ver a un tipo con sombrero de copa en apuros; y, al final, se resolvería el asunto en la comisaría.
-Hola, hola, Emsworth.
-¿Eh? ¿Ah? -era su forma de bajar la cabeza de las nubes-. Hola, sir Roderick
-Andas atrasado de información. Ahora soy Lord Ickenham.
-Enhorabuena.
-Fui sir Roderick Glossop, el loquero, sólo unos días, en Blandings. Luego volví a mi ser natural, o sea, a Frederick Altamond Cornwallis Twistleton, Lord Ickenham.
-Ah, las barbas y todo aquello.
-Todo aquello, en efecto, con unos toquecitos de Connie y otros de Baxter.
-¡Baxter! -rugió Emsworth: los ladrones de cerdas le soliviantaban.- Recuérdame que le despida.
-Ya no has hecho. Una medida que no te hubiera recomendado mejor la Pitonisa.
-¿Cuál?
-La de Delfos, ¿qué otra? Y ahora habla por mi boca: ¿ibas a cosechar esa rosa?
El buen conde regresaba y empezaba a notar el parque bajo sus pies. Ya recordaba que había dos sir Roderick, uno auténtico y otro falso, pero que le colgaran si sabía quién era quién, aunque, ciertamente, Ickenham sólo había uno y era el organismo allí presente: una inteligencia penetrante.
-¿Cómo sabes eso?
-Transmisión de pensamiento entre condes. Y leo tu futuro a no ser que des un paso atrás. No mires ahora, pero hay un ciudadano que te vigila y restriega los pies sobre el camino. Por la gorra sospecho que se trata de un guarda, justo el mismo que ya te ha pillado dos veces cortando sus rosas.
-¿Eh? ¿Ah? El parque, sí.
-Y los Hermanos Moss y compañía. A tus cincuenta y ocho años a lo mejor eres víctima del letargo de la edad.
-Oh, no. -pensó, dudando entre si pensar o volverse para ojear al guarda. Pensó.- No es la edad. Siempre he sido así, que yo recuerde. Además, estoy abrumado.
Los instintos benéficos de Frederic Altamond Conrwallis, quinto conde de Ickenham, levantaron las orejas. Los de Pongo Twisttleton cayeron al sueño, retorciéndose.
-Por cierto, Emsworth, ¿recuerdas a mi sobrino?
-Se ha quitado usted la barba. -advirtió el conde.
Pongo se estremeció junto con sus sentimientos benéficos. Peor que el episodio del loro era el recuerdo de sus aventuras en el Castillo de Blandings, perseguido de cerca por Lady Constance Keeble, castellana hermana de Lord Emsworth, muy suspicaz ante la manía de los impostores de presentarse a bandadas en su casa.
-Ya hemos recuperado la memoria, ¿verdad?
-Ya la hemos recuperado. -aseguró Clarence, noveno conde de Emsworth y vizconde de Bosham hasta que le pasó el título a su hijo con motivo de... de alguna cosa seguramente muy natural y que no valía la pena recordar.- Ya hemos recuperado la memoria y, con ella la abrumación.
-Caminemos un poco, Emsworth. Desengancha las arterias.
-Caminemos, pero después de echar un vistazo a ese señor que nos acechaba y que dices que nos conocía.
-¿Qué, lo conocemos, Emsworth?
-Lo conocemos y, es más, lo recordamos con claridad. Nos decía cosas de la personalidad oculta de los condes.
Anduvieron unos minutos por entre el silencio. Clarence parecía atento a las evoluciones de unas palomas. Las palomas no hacen otra cosa que evolucionar por los cielos y no contaban con su aprobación: gentes como ellas le habían arruinado el sombrero de copa anterior al allí presente y temía cualquier jugarreta.
-¿Y bien? -preguntó Ickenham.
-Creo que están lejos.
-¿Quiénes?
-Las palomas. Ya sabes que siempre buscan sombreros. Tienen patrullas volando permanentemente y, cuando ven uno, lo atacan por sorpresa. Palomas y sombreros no se llevan bien. Creo que los sienten como un desafío. Ya sabes que siempre buscan sombreros. Tienen patrullas...
-Los buscan. Bien observado. Pero preguntaba por esa “abrumación” tuya.
-Oh, sí. ¿Sabes lo que son los hijos?
-Lo siento: no me he reproducido; pero, si te sirve, sé lo que son los sobrinos.
-Se les bautiza, se les viste y, en cuanto cumplen la edad, se les envía a Eton. ¿Y para qué? En un descuido se casan y se vuelven vendedores de galletas para perros.
-¿Hablamos de Freddie?
-¿Qué Freddie?
-Del menor de tus hijos. Ya sabes, primero Bosham y, luego, Freddie.
-Es hijo mío.
-¿Hablamos de él? -con Emsworth había que tomarse las conversaciones con tila. Obtener frases rápidas, como rayos, que derramaran la luz sobre los hechos, era una vana esperanza.
-¿Y te referías a él como foco de tu “abrumación”?
-No.
-¿Qué otro hijo tienes invertido en el negocio de las galletas para perros?
-No es Freddie, es su mujer, Niágara. Ha venido de compras para reponerse de una ligera gripe. Conoció en el barco a un famoso escritor... ¿Por qué todos los americanos llevan gafas negras y sombrero flexible, a veces con una plumita, Ickenham?
-Se vuelven americanos en el barco. En su tierra son normales pero les pasa algo misterioso, como lo de Jeckil y Hyde. Y vagan por Inglaterra con gafas negras, flexibles y chaquetas a cuadros.
-Y sin paraguas. Verdad, verdad. ¿Le conoces?
-¿A quién?
-Al americano que se trajo Niágara a Blandings.
-¿El escritor está en Blandigs?
-Niágara lo invitó al enterarse de que el tipo buscaba auténticos fantasmas de castillo.
-Tu no tienes fantasma, de modo que le pones de patitas en la calle.
-No tengo, no, pero está Connie, que es una maníaca de las leyes de la hospitalidad. Además, le gusta tener en casa a celebridades. Y nuestro americano es célebre aunque nunca lo oí mencionar antes.
-¿Se llama Whitman?
-No. Más complicado.
-¿Twain?
-No conozco a otro americano famoso, Emsworth. Sigamos: ¿Connie le ha dado ya el pan y la sal?
-Dios mío, espero que no. Pastas de te, sí.
-Pues estás en un compromiso.
-Ya lo puedes jurar, Ickenham. Porque ese bribón de Tílbury anda detrás de las obras del americano: en las colonias prácticamente se las quitan de las manos a los libreros. Tílbury se presentó con un secretario y no hace más que rondar al escritor y hacerse llamar Lord para atribularlo.
-Eso es aún peor. Galahad le llama siempre “stinker tinker” y por algo será.
-¿Peor? ¿Es que no sabes que Tílburi cría cerdos? Ya trató de birlarme a la Emperatriz. Y el otro ladrón, el Duque de Dunstable, se ha presentado en casa. Habrán convenido en repartirse el botín.
-Ya me hago cargo. Los duques no son trigo limpio. Creo que ya han superado a los baronets en el ranking.
-¡Palomas! -dijo Emsworth, que no había dejado de vigilar disimuladamente.- Ésas no son formas de volar. ¿Has visto como raseaban?
-¿Y qué piensas hacer?
-Quitarme el sombrero. Son los sombreros los que las vuelven agresivas. Como los infernales niños de la catequesis, cuando presido algo con el cura: siempre hay alguno que trata de acertarme en la chistera con un bollo mordido. Connie me lo hace llevar, pero siempre he creído que una gorra provoca menos atentados en estos tiempos revolucionados.
-Tienes razón, pero hemos de conformarnos con un mundo donde es necesario ir de tiros largos. Es obligación de los condes soportar el peso de la chistera. Hablemos de lo que piensas hacer respecto a la cerda, a Dunstable, a Tílbury y a Niágara con su americano, del que lo único que sabemos es que no es Walt Whitman.
-¿Por qué crees que estoy abrumado? Y algo sé de andar entre brumas. No puedo hacer nada y allí está el hombrecito husmeando en los rincones, vigilado por Tílbury, a su vez vigilado por Dunstable, y todos vigilados por Connie que es la guardiana de las tradiciones familiares.
-Podríamos enviar un fantasma falso que diera algunos gritos por la noche y dejara una mancha de sangre en la alfombra. Visto un auténtico fantasma de castillo, el americano habría terminado su trabajo y se largaría en busca de otros.
-Ya pensé en ponerle una sábana al porquerizo, Wellbeloved, pero no es posible: el olor de la pocilga y el aliento de ginebra le delatarían. Además, la sábana no basta: ya nos ha dicho que los verdaderos fantasmas de castillo se parecen a los cuadros de la galería, y no hay modo de ponerle a Wellbeloved una barba que no le acabe colgando de la oreja.
Pongo volvió a estremecerse. Siempre que se repartían barbas le tocaba algún papel terrible, de mucho sufrimiento.
-Me hago cargo. No se puede esperar de Wellbeloved una buena actuación. ¿Sabe dar carcajadas siniestras? ¿Sabe hacer ruido de huesos flojos o chirriar los dientes? Ahora bien, un hombre que hubiera participado en representaciones de aficionados, quizá fuera capaz de satisfacer a tu americano.
Tío Fred, al decirlo, miraba fijamente a Pongo. Siempre supo que su sobrino tenía un talento especial con la barba puesta.
-No te haces cargo, Ickenham. Porque también tengo a Beryl, mi sobrina; la hija de alguna de mis hermanas. Beryl vaga por las estancias. Todas mis sobrinas vagan por ellas tarde o temprano. De pequeñas persiguen a los silbones del estanque y, de mayores, vagan. En cuanto se enamoran las facturan a Blandings. Y se enamoran todas, sin excepción. Creo que Beryl bebe los vientos por un comunista.
Pongo estaba en el secreto de aquel amor entre Beryl y su compañero de colegio, un tal Rob Rowbottham:
-Por un columnista. -corrigió.- Trabaja en el Red Sun de Tílbury.
Lord Emsword flotaba ligeramente hacia poniente y daba vueltas en torno a la nueva noticia, como un abejorro que ronda un pistilo.
-Columnista – le ayudó Pongo- es un periodista.
-Dios me bendiga. -gimió el lord.
Era un sencillo criador de cerdos espiritual y había sido atacado por los periodistas, que insinuaron que añadía fármacos a la dieta de la Emperatriz, Medalla de Plata En La Exposición de Cerdos Gordos.
Entonces sucedió lo que Pongo venía temiendo desde que el rayo de sol les mostró la imagen neblinosa de lord Emsworth:
-Invítanos a Blandings. -dijo el insensato tío Fred.- Necesitas mucha ayuda.
Como ya estaban a las puertas del Club de los Conservadores, corrieron a restaurar sus tejidos.
-Periodista, periodista -murmuraba lord Emsworth, mojando, de tanto en tanto, los níveos bigotes en el whisky con agua.
* * * * *
EL FANTASMA DE BLANDINGS
Tercera entrega de la novela de Pseudo Wodehouse que viene confeccionándose en esta página para aliviar las ansias de lectura de los seguidores de Pelham Greenville Wodehouse.
Cuantos han pasado por la experiencia vital de viajar con Lord Emsworth coinciden en que es el perfecto compañero, si se exceptúan algunos ruidos guturales y una especie de ceceo en el aliento.
En aquella ocasión fue fiel a sus normas, cumplió con el rito de dedicar un par de “¿eh?” y no menos de tres “¿oh?” en deferencia al paisaje, y suspendió la mayor parte de sus funciones vitales. Lord Ickenham y su sobrino Pongo quedaron a solas en el departamento en compañía de un lord fuera de servicio. Fue Pongo el primero en hablar, emocionado:
-¿Crees que con esta perilla y las gafas gordas no me reconocerá Lady Constance? Verás como Beach, el mayordomo, me anuncia: “Y míster Pongo, del Drones Club”.
-Beach te presentará como debe: desde el episodio de la carabina de aire comprimido, que se usó para acertar a Baxter (ese íncubo de los administradores), cuatro veces en las posaderas, ha establecido con Emsworth una especie de hermandad, con el lema de “Honni soit qui mal y pense”. Además, Connie comparte un pavoroso secreto con lord Emsworth y conmigo. Si ves que inicia algún movimiento ofensivo, susúrrale “miss Mapleton y Baxter”. Repítelo para afianzarlo en alguna neurona.
-”Mis Mapleton y Baxter”. ¿Qué significa?
-Es un misterioso conocimiento secreto, no apto para los jóvenes. Encanecerías. Sólo tienes que saber que con él echarás del ring a Connie y te aceptará como el doctor Sigmund Freud, de Viena.
-¿Hay riesgo de que el verdadero doctor se añada a la reunión?
-Infinitesimal y, si dudas, piensa en tu asignación y sigue la norma de tu anciano tío: el secreto de la longevidad reside en el embrollo. Así que explícame qué sabes del noviazgo de Beryl con ese columnista de Tilbury.
-Es una larga historia, tío Fred.
-Es un largo camino.
-Había un hombre.
-Perfecto. Interés humano.
-Se llamaba Rowbotham. Y vivió en la estela que dejó la Revolución Fracesa. Admiraba en secreto aquello de las cabezas sueltas y los ríos de sangre arrastrando hasta el Sena incluso a caballos de tiro.
-¿Puedes saltarte un siglo, Pongo? Por aliviar.
-El viejo Rowbotham no era tan antiguo. Su proximidad a la estela de la revolución era espiritual. Desde Londres soñaba en el día en que viera rodar cabezas coronadas y olas de sangre por Piccadilly Circus. Ese hombre tuvo dos hijos. Hijo A e Hijo B. El primero fue instruido en el amor a la causa y halló nuevos bríos en la Revolución Rusa: aquello sí que fue sangriento. Pero el Hijo B, ¿me sigues?, resultó realista; salvó el patrimonio familiar y lo acrecentó. Era refractario a la revolución que amenazaba dejarle sin hacienda, y bien pronto los hermanos se enfrentaron.
-¿Y el columnista, muchacho? Aligera.
-Una parte de la familia siguió leal a los ritos de sangre y a la idea de sacrificar empresarios a Baal. El Hijo A, por así decir, tuvo una niña que se llamó Charlotte Corday Rowbotham, en memoria de la heroína que asesinó a Marat o a Dantón, no sé bien. Uno en una bañera. La bautizó con placer sólo por ver la cara del clérigo. El Hijo B, no, desde luego, porque tenía alma de capitalista y contaba los chelines al amparo de la noche. Por esa alma tuvo que cumplir el precepto testamentario de su padre y, cuando engendró a un nuevo Rowbotham, lo denominó Robespierre. Y ese es Rob, el columnista; que es un periodista admirable, medio poeta. Si ama, ama fuerte. Hasta los huesos.
-Beryl debe ser de esas chicas quietas que rumian palabras como las vacas pasto. De las que creen que sus ojos dan luz. Dice Emsworth que vaga. Vaga por las estancias y es posible que lo haga murmurando algún verso de Robespierre.
-Es posible, sí. Es una muchacha pacífica.
-¿Y cómo sabes tanta historia, Pongo? ¿Es un don?
-Por Bingo. Bingo Little. Te lo presenté en los Zánganos hace algún tiempo. Es muy bromista. Una vez le quitó las anillas de una piscina a Bertie y...
-¿Aquel que cantaba “Feliz Primavera, señores, pero no es mía” mientras tiraba las pastas del te a Oofy?
-El mismo. Verás: Bingo tiene un tío. Como todos en esta vida. Bingo llevaba una profunda vida inconsciente con cargo a él, hoy Lord Littlesham, propietario de “Brisa del Océano”, que ganó en Goodwood no hace tanto. Bingo se acababa de desanamorar de una camarera de salón de te e iniciaba relaciones con Charlotte Corday Rowbotham, de modo que, tras una gran barba negra, se había unido a la cuadrilla de “Los Heraldos del Amanecer Rojo”, liderados por el papá de la muchacha el Hijo A. Bingo lanzaba soflamas en el “Park”, del lado de Marble Arch, subido a una caja de jabón. Así se labraba un prestigio entre los Heraldos y conquistaba la benevolencia de Charlotte Corday, la prima de Rob. Amparado por la pilosidad llegó a llamar a su tío chupador de sangre y glotón y, como el tío estaba presente, sugirió que si le abrieran la panza las masas encontrarían almuerzo suficiente para diez familias obreras durante una semana.
-Hay jóvenes que no respetan a sus tíos como es debido. Lo sé bien porque fui uno de ellos. ¿Pero viste eso con tus propios ojos?
-Casi. Me lo contó Bertie Wooster, y ya sabes que carece de imaginación; de modo que será verdad. Verás: Bertie, a petición de Bingo, tuvo que fingir ser “Rosie M. Banks”, la famosa escritora que era la lectura favorita del viejo Little. No hacía más que leer “Clubman” o “Juntos en el Cielo” y rellenarse con dulces y estofados. Bingo, por entonces, se había enamorado de una camarera de un salón de te y necesitaba transformar la actitud de su antepasado hacia los matrimonios desiguales, entre distintas clases sociales. Bertie, actuando como Rosie M. Banks, alteraría su concepción del mundo de tal manera que, cuando le dijera su intención de casarse con la camarera el viejo le palmeara el hombro: Buen chico, Bingo, y todo eso.
-Para el carro, que ordene los nombres: Bertie, Bingo, Rowbotham de toda especie, el Park, la caja de Jabón, “Rosie M. Banks", el noble caballo Brisa del Océano... Casi parece que lo haya imaginado yo. ¿Consintió el viejo Littlesham en la boda con la muchacha del salón de te?
-Bertie Wooster, en su papel de novelista, hizo un gran efecto sobre su ánimo. Tanto que se casó con la cocinera para seguir entregándose a la comida que no le diera ardores y para ahorrarse un sueldo. Pero para entonces Bingo ya no pensaba en camareras y andaba tras las faldas de Charlotte Corday, la prima de Rob. Al final Bingo se casó con Rosie M. Banks. Quiero decir no con Bertie sino con la verdadera. Lo que, deshecho el malentendido, agradó a Lord Littlesham, que le devolvió la paga mientras retiraba el saludo a Bertie, por impostor.
-Asegúrate de que eso es todo. Sois gentes muy bulliciosas.
-No hay nada más, salvo que Rob, como secretario de Lord Tilbury, está ahora en Blandings, dorándole la píldora al americano y cortejando a Beryl en secreto. Si le descubrieran saldría de Blandings perseguido por los sabuesos y con Lady Constance detrás gritando “Tally Hoo”.
-¿Eh? -dijo Lord Emsworth, recuperando su utilidad.- ¿Ya estamos en Blandings? Me ha parecido oirlo.
En efecto: llegaban a la estación de Blandings Market, donde aguardaba Voules con el coche de Su Señoría y su gorra de plato.
Lord Emsworth era temido en la familia por sus excéntricos telegramas. Como tantos otros, suponía a los demás enterados de sus recónditos pensamientos y sólo escribía una discreta parte de ellos como resumen mnemotécnico.
Lady Constance Keeble, la castellana de Blandings, solía enfrentarse a ellos con impaciencia. El último era de los más descabellados: “12.20. Con arreglo fantasmas Ickenham y desde Viena”.
Se lo mostró a Beryl: quizá una mente más fresca y nueva desentrañara el misterio. La joven llevaba unos días, desde la llegada de los invitados, como floreciendo en mitad de la primavera. Gorjeaba y no vagaba. Los aires de Blandings -pensaba lady Constance- propician el olvido, como siempre.
-Dice que llega a las doce y veinte. Tradujo Beryl
-Eso es evidente, querida. ¿Pero y lo de “arreglo fantasmas Ickenham y desde Viena”?
-Es que trae gente.
Lady Constance recordó a Lord Ickenham y sintió una punzada. Si estaba mezclado aquel lord chiflado, el telegrama cobraba sentido: debía prepararse para abortar cualquier plan descabellado al que hubiera inducido a su pobre hermano. Un plan seguramente relacionado con Dunstable, Tilbury y la cerda, si no alcanzaba también a Mr. Robenstone, el americano buscador de fantasmas. Pensándolo mejor, antes de partir a la Apertura de la Cámara, Clarence había manifestado su incomodidad por el gentío acogido en el castillo.
(Estos párrafos han sido eliminados de “El Fantasma de Blandings.)
Cuantos han pasado por la experiencia vital de viajar con Lord Emsworth coinciden en que es el perfecto compañero, si se exceptúan algunos ruidos guturales y una especie de ceceo en el aliento.
En aquella ocasión fue fiel a sus normas, cumplió con el rito de dedicar un par de “¿eh?” y no menos de tres “¿oh?” en deferencia al paisaje, y suspendió la mayor parte de sus funciones vitales. Lord Ickenham y su sobrino Pongo quedaron a solas en el departamento en compañía de un lord fuera de servicio. Fue Pongo el primero en hablar, emocionado:
-¿Crees que con esta perilla y las gafas gordas no me reconocerá Lady Constance? Verás como Beach, el mayordomo, me anuncia: “Y míster Pongo, del Drones Club”.
-Beach te presentará como debe: desde el episodio de la carabina de aire comprimido, que se usó para acertar a Baxter (ese íncubo de los administradores), cuatro veces en las posaderas, ha establecido con Emsworth una especie de hermandad, con el lema de “Honni soit qui mal y pense”. Además, Connie comparte un pavoroso secreto con lord Emsworth y conmigo. Si ves que inicia algún movimiento ofensivo, susúrrale “miss Mapleton y Baxter”. Repítelo para afianzarlo en alguna neurona.
-”Mis Mapleton y Baxter”. ¿Qué significa?
-Es un misterioso conocimiento secreto, no apto para los jóvenes. Encanecerías. Sólo tienes que saber que con él echarás del ring a Connie y te aceptará como el doctor Sigmund Freud, de Viena.
-¿Hay riesgo de que el verdadero doctor se añada a la reunión?
-Infinitesimal y, si dudas, piensa en tu asignación y sigue la norma de tu anciano tío: el secreto de la longevidad reside en el embrollo. Así que explícame qué sabes del noviazgo de Beryl con ese columnista de Tilbury.
-Es una larga historia, tío Fred.
-Es un largo camino.
-Había un hombre.
-Perfecto. Interés humano.
-Se llamaba Rowbotham. Y vivió en la estela que dejó la Revolución Fracesa. Admiraba en secreto aquello de las cabezas sueltas y los ríos de sangre arrastrando hasta el Sena incluso a caballos de tiro.
-¿Puedes saltarte un siglo, Pongo? Por aliviar.
-El viejo Rowbotham no era tan antiguo. Su proximidad a la estela de la revolución era espiritual. Desde Londres soñaba en el día en que viera rodar cabezas coronadas y olas de sangre por Piccadilly Circus. Ese hombre tuvo dos hijos. Hijo A e Hijo B. El primero fue instruido en el amor a la causa y halló nuevos bríos en la Revolución Rusa: aquello sí que fue sangriento. Pero el Hijo B, ¿me sigues?, resultó realista; salvó el patrimonio familiar y lo acrecentó. Era refractario a la revolución que amenazaba dejarle sin hacienda, y bien pronto los hermanos se enfrentaron.
-¿Y el columnista, muchacho? Aligera.
-Una parte de la familia siguió leal a los ritos de sangre y a la idea de sacrificar empresarios a Baal. El Hijo A, por así decir, tuvo una niña que se llamó Charlotte Corday Rowbotham, en memoria de la heroína que asesinó a Marat o a Dantón, no sé bien. Uno en una bañera. La bautizó con placer sólo por ver la cara del clérigo. El Hijo B, no, desde luego, porque tenía alma de capitalista y contaba los chelines al amparo de la noche. Por esa alma tuvo que cumplir el precepto testamentario de su padre y, cuando engendró a un nuevo Rowbotham, lo denominó Robespierre. Y ese es Rob, el columnista; que es un periodista admirable, medio poeta. Si ama, ama fuerte. Hasta los huesos.
-Beryl debe ser de esas chicas quietas que rumian palabras como las vacas pasto. De las que creen que sus ojos dan luz. Dice Emsworth que vaga. Vaga por las estancias y es posible que lo haga murmurando algún verso de Robespierre.
-Es posible, sí. Es una muchacha pacífica.
-¿Y cómo sabes tanta historia, Pongo? ¿Es un don?
-Por Bingo. Bingo Little. Te lo presenté en los Zánganos hace algún tiempo. Es muy bromista. Una vez le quitó las anillas de una piscina a Bertie y...
-¿Aquel que cantaba “Feliz Primavera, señores, pero no es mía” mientras tiraba las pastas del te a Oofy?
-El mismo. Verás: Bingo tiene un tío. Como todos en esta vida. Bingo llevaba una profunda vida inconsciente con cargo a él, hoy Lord Littlesham, propietario de “Brisa del Océano”, que ganó en Goodwood no hace tanto. Bingo se acababa de desanamorar de una camarera de salón de te e iniciaba relaciones con Charlotte Corday Rowbotham, de modo que, tras una gran barba negra, se había unido a la cuadrilla de “Los Heraldos del Amanecer Rojo”, liderados por el papá de la muchacha el Hijo A. Bingo lanzaba soflamas en el “Park”, del lado de Marble Arch, subido a una caja de jabón. Así se labraba un prestigio entre los Heraldos y conquistaba la benevolencia de Charlotte Corday, la prima de Rob. Amparado por la pilosidad llegó a llamar a su tío chupador de sangre y glotón y, como el tío estaba presente, sugirió que si le abrieran la panza las masas encontrarían almuerzo suficiente para diez familias obreras durante una semana.
-Hay jóvenes que no respetan a sus tíos como es debido. Lo sé bien porque fui uno de ellos. ¿Pero viste eso con tus propios ojos?
-Casi. Me lo contó Bertie Wooster, y ya sabes que carece de imaginación; de modo que será verdad. Verás: Bertie, a petición de Bingo, tuvo que fingir ser “Rosie M. Banks”, la famosa escritora que era la lectura favorita del viejo Little. No hacía más que leer “Clubman” o “Juntos en el Cielo” y rellenarse con dulces y estofados. Bingo, por entonces, se había enamorado de una camarera de un salón de te y necesitaba transformar la actitud de su antepasado hacia los matrimonios desiguales, entre distintas clases sociales. Bertie, actuando como Rosie M. Banks, alteraría su concepción del mundo de tal manera que, cuando le dijera su intención de casarse con la camarera el viejo le palmeara el hombro: Buen chico, Bingo, y todo eso.
-Para el carro, que ordene los nombres: Bertie, Bingo, Rowbotham de toda especie, el Park, la caja de Jabón, “Rosie M. Banks", el noble caballo Brisa del Océano... Casi parece que lo haya imaginado yo. ¿Consintió el viejo Littlesham en la boda con la muchacha del salón de te?
-Bertie Wooster, en su papel de novelista, hizo un gran efecto sobre su ánimo. Tanto que se casó con la cocinera para seguir entregándose a la comida que no le diera ardores y para ahorrarse un sueldo. Pero para entonces Bingo ya no pensaba en camareras y andaba tras las faldas de Charlotte Corday, la prima de Rob. Al final Bingo se casó con Rosie M. Banks. Quiero decir no con Bertie sino con la verdadera. Lo que, deshecho el malentendido, agradó a Lord Littlesham, que le devolvió la paga mientras retiraba el saludo a Bertie, por impostor.
-Asegúrate de que eso es todo. Sois gentes muy bulliciosas.
-No hay nada más, salvo que Rob, como secretario de Lord Tilbury, está ahora en Blandings, dorándole la píldora al americano y cortejando a Beryl en secreto. Si le descubrieran saldría de Blandings perseguido por los sabuesos y con Lady Constance detrás gritando “Tally Hoo”.
-¿Eh? -dijo Lord Emsworth, recuperando su utilidad.- ¿Ya estamos en Blandings? Me ha parecido oirlo.
En efecto: llegaban a la estación de Blandings Market, donde aguardaba Voules con el coche de Su Señoría y su gorra de plato.
* * * * *
(Párrafos Rechazados. Equivalentes a las conocidas “Tomas Falsas” Este iba a ser el principio del capítulo que acaba de leer.)Lord Emsworth era temido en la familia por sus excéntricos telegramas. Como tantos otros, suponía a los demás enterados de sus recónditos pensamientos y sólo escribía una discreta parte de ellos como resumen mnemotécnico.
Lady Constance Keeble, la castellana de Blandings, solía enfrentarse a ellos con impaciencia. El último era de los más descabellados: “12.20. Con arreglo fantasmas Ickenham y desde Viena”.
Se lo mostró a Beryl: quizá una mente más fresca y nueva desentrañara el misterio. La joven llevaba unos días, desde la llegada de los invitados, como floreciendo en mitad de la primavera. Gorjeaba y no vagaba. Los aires de Blandings -pensaba lady Constance- propician el olvido, como siempre.
-Dice que llega a las doce y veinte. Tradujo Beryl
-Eso es evidente, querida. ¿Pero y lo de “arreglo fantasmas Ickenham y desde Viena”?
-Es que trae gente.
Lady Constance recordó a Lord Ickenham y sintió una punzada. Si estaba mezclado aquel lord chiflado, el telegrama cobraba sentido: debía prepararse para abortar cualquier plan descabellado al que hubiera inducido a su pobre hermano. Un plan seguramente relacionado con Dunstable, Tilbury y la cerda, si no alcanzaba también a Mr. Robenstone, el americano buscador de fantasmas. Pensándolo mejor, antes de partir a la Apertura de la Cámara, Clarence había manifestado su incomodidad por el gentío acogido en el castillo.
(Estos párrafos han sido eliminados de “El Fantasma de Blandings.)
EL FANTASMA DE BLANDINGS. CUARTA ENTREGA.
Al alba, la mano de Dios terminó de organizar las cosas que el hombre había barajado el día anterior, y puso el ojo del sol al borde, tras cuatro nubes algodonosas que parecían damas acudiendo a una conferencia en la parroquia.
La mano de Dios, sabia, depositó una caricia en la frente de la Emperatriz, aquella cerda extraordinaria, y dio cuerda al corazón de Wellbeloved, el humano innecesario que era el ajustado retrato del hombre huyendo de la bañera.
A cada cuál el Señor despertó según su especie. A Lord Emsworth le sopló suavemente por el respiradero y recordó a su espíritu que ya era hora de volver al sueño de la vida, donde le esperaba el embrollo aquel de los americanos cazadores de fantasmas y del joven que arruinaba el don de la juventud poniéndose y quitándose barbas.
-Dios me ampare, Beach. -dijo, restableciendo el modo de funcionamiento habitual.
-Así lo espero, Milord.
-¡Cuán no sé qué es aquello que se nos pone cuando por primera vez mentimos!
-Shakespeare, Milord. Su Excelencia suele citarlo.
-¿Yo? Ah, claro: aquella institutriz, miss Mapleton, lo decía a todas horas cuando zurraba a mis hermanas, que jamás confesaban haber robado la lata de galletas.
-Temo no poder ayudarle, Milord, porque aquello sucedía antes de mi llegada al Castillo.
El Milord, concentrado en el te durante cuatro tragos, hizo un sitio en la mente para la filosofía matinal:
-Las mujeres, Beach.
-Las mujeres, Milord.
-Bellas, pero tozudas.
-Recuerdo habérselo oído a menudo, Milord.
-Ya se sabe: ni con ellas ni sin ellas, ¿verdad?
-Así me lo ha confiado Milord en varias ocasiones.
-Y duras. Duras como, como...
-¿Como el pedernal, Milord?
-Eso. La piedra de saltar chispas.
-Ciertamente, Milord. O sílex
-¡Y muy listas!
A Lord Ickenham Dios lo puso en marcha con un ligero tirón de orejas. El activo conde rozaba los límites del catecismo con aquella vocación de repartir alegría y justicia y de cometer buenas obras en busca de un final sonriente.
Ickenham saltó de la cama a la vida con una canción en los labios, y friccionándose para proporcionar quéhacer a las arterias. Cantaba Matilda, aprendida de unos leñadores australianos en su turbulenta juventud, mientras pensaba si seguirían confeccionando en Blandings aquellos arenques matutinos.
La tarde anterior había establecido su nuevo estatus en el castillo. No sólo era un ilustre invitado sino un consejero áulico del conde del lugar, Su Señoría.
-Ickenham, -le dijo Lady Constance al ponerle el ojo- después de sus últimas visitas, tan agotadoras...
-Querida Connie, una vez que me enteré de la agitación mental que reina en esta casa, desde que Baxter hizo revivir en usted el viejo instinto de la cacería, estrenado, si no recuerdo mal, contra la buena institutriz Mapleton, no pude menos que venir a restablecer la calma y la paz y a dejar las almas quietas y suaves, como la lámina del estanque. No tiene por qué agradecérmelo.
-¿Dice usted?
-Que bendigo de corazón una de las cuatro perdigonadas que recibió el admirable Baxter. Una mujer no desciende en vano de cien condes.
-¿Cuatro? Pensaba que...
-¿Acaso que dos? No sólo fue el niño George el que sintió la necesidad de atacar a Baxter por la retaguardia y huir, Lady Constance. Hay en Blandings mucha represión.
-¿Y el individuo de la barba que nos presentó como el doctor Freud, de Viena?
-Es Pongo, mi sobrino, en misión secreta cerca del conde de Tilbury; ya sabe usted que Tilbury esclaviza escritores y los exprime sin compasión. Pongo, como doctor Freud, debe psicoanalizar al conde, y, como apoderado de Clarence, proteger a su americano, Robenston: ponerlo a salvo de editores y de fantasmas.
La mano de Dios se posó tarde sobre Lady Constance Keeble, que ya había despertado y aprovechaba para ordenar la prioridad de sus negros proyectos. Estaba tan segura como pueda estar la hija de cien condes de que Ickenham perturbaría todo el viejo mundo de hospitalidad y de cortesía, y que acabaría mortificando a Tilbury y a Dunstanble en beneficio de la cerda. En cuanto al futuro del americano Robenston, no podía ni imaginar qué designios habría trazado.
Las circunstancias relacionadas con la carabina de aire comprimido de su sobrino George le impedían tomar medidas directas y arrojar de una patada a Ickenham a la oscuridad exterior. Pero no le impedían forzar a su Hermano Clarence a dar la boleta a los intrusos: el conde era como arcilla entre sus manos, aunque una arcilla algo fugitiva. “Si Clarence pierde su cerda -se dijo- y cree que ha sido Ickenham, las circunstancias cambiarán. Nadie pensará en perdigones”.
La mano de Dios, que ya se apoyaba en la frente de la castellana para infundirle fuerzas con que superar las tareas del día, se retiró. Tras la frente bullía una mente poderosa que tramaba planes napoleónicos. De dominio mundial.
Pongo, tras vérselas con los arenques, se relajó. Confiaba en que el fósforo que desprendían le ayudara a mantener la cabeza fría y las piernas ligeras. Una vez más su tío Fred le había involucrado en bonitas e instructivas excentricidades y sólo pedía a Dios el letargo.
Definitivamente intransitivo, aguardando a que el fósforo de arenque obrara, disfrutaba del paso del tiempo, siempre más lento con el estómago repostado. El tiempo llegaba, encabezando a todos sus minutos, recorría en procesión el comedor, inspeccionaba el aparador, olfateaba los aranques, los riñones al jerez y el pastel de carne, sentía la tentación de tirar un panecillo contra la nariz del Pongo, volvía denso el silencio y se retiraba lentamente. Tempus fugit.
Durante el cuarto paseo, el tiempo tuvo que apartarse de prisa porque acababa de entrar el joven Robespierre en tropel: había entrado tanto que parecía varios. Era el columnista según Pongo y el comunista en la versión de Lord Emsworth. Llegaba con la intención de romper el ayuno de la larga noche y fortalecerse para la tarea de acompañar al americano Robenston en la cacería de fantasmas.
Se acercaban a uno de los cuadros de la galería y el escritor, circunspecto y racionalista, preguntaba a la tela:
-¿Estás ahí?
Si el silencio era la respuesta, seguía con su método garantizado:
-Si no puedes hablar ni generar ectoplasma, manifiéstate de algún modo.
Hasta entonces ningún cuadro se había manifestado, Pero Robenstone veía tan grande el castillo que estaba seguro de hallar un buen puñado de fantasmas. Lo difícil era localizar su guarida.
Para tal ronda Rob necesitaba abundancia de carburante. No sólo por la cacería de fantasmas auténticos de castillo, sino para volar como un abejorro primaveral al rincón del jardín donde le aguardaba Beryl. Allí se tomaban de las manos y hablaban de las estaciones del año, del sol que reverberaba en sus ojos y de sus dedos largos y finos que se posaban sobre Rob como una suave brisa, como un aleteo. Las cosas del amor, tan inquietantes vistas por dentro y tan extraterrestres desde fuera.
-Hola, Rob. -dijo Pongo.
Rob pareció afectado por alguna inestabilidad. Que le colgaran entre Boccaccio y Chaucer si no había oído la voz de Pongo. Una voz sin cuerpo. Quien debía tropezarse con voces sueltas era Robenston, pero las gafas de concha se lo debían impedir. La conmoción era grande en su espíritu porque en el comedor sólo estaban él y el barbitas de Viena, un tío que sacaba los fantasmas del cuerpo mediante algo llamado psicoanálisis.
-Hola, Rob. -insistió Pongo.
-Cielos. -dijo en la dirección del doctor vienés, del que sabía que era un loquero de prestigio mundial- Es como tener una mente doble. ¿Creerá usted que estoy oyendo el saludo de un viejo amigo del colegio?
-Lo creo, porque yo he emitido la voz, gusano sensitivo. El amor te ha dado de lleno y eso rebaja la inteligencia a la mitad, lo que en tu caso significa una mente de conejo.
-¿Eres tú, Pongo? Me quitas un peso de encima. -confesó, manteniendo la vista sobre el pastel de carne.- Con esa barba de color pulga no se te conoce. No sabía que te hubieras metido en el negocio de los chiflados y, además, siempre creí que te llamabas Twistleton, no Freud. Una confusión memorística, supongo.
-Es que estoy disfrazado, Rob. Si tuvieras un tío como el mío lo comprenderías. Estoy aquí, dentro de esta barba y de este traje negro, para velar por tus intereses. Soy tu loquero de la guarda.
-¿Y qué te he hecho yo, Pongo?
-Presentar un cuadro tan agudo de amor a distancia que ha obligado a tío Fred a intervenir en tu beneficio. No soporta ver almas en pena sin mezclarse con ellas.
-¿Quién está en pena? Vivo cerca de ella. Bajo el mismo techo. Nos calientan los mismos radiadores; comemos los mismos riñones salteados. Beryl soy. En Beryl creo. Por la noche su espíritu viene a calentar mi cama.
-Es la botella de agua caliente, burro.
-No sé, no sé. Es un calor tibio y perfumado. Espiritual.
-Como digas, pero, en ese frenesí de la imaginación, no olvides que no me conoces más que de oídas. Nada de decirme en el salón de fumar “Por cierto, Pongo, ¿qué fue de Fredie Widgeon, aquel enamoradizo patológico?” Ya sabes a lo que me refiero. Lo llaman “lapsus”.
-Y tú no me llames Robespierre, ¿de acuerdo? Con Rob basta: la gente de la familia me supone un Robert cualquiera, pero ser Robespierre no me permitiría vivir en la madriguera de un conde ni tratar de birlarle una sobrina. Chico, qué vueltas da la vida.
-Ni te lo imaginas. Cuando te pongan la primera barba y empieces a ser de Viena durante tu vida consciente, sabrás de verdad cuántas vueltas da.
-Verás, verás. -siguió Rob, sin prestar atención al dolorido sarcasmo de Pongo.- Un día Beryl no se presentó a nuestra cita. Esperé hasta que la humedad que venía del río me dejó como un mejillón. Con paraguas. No volví a verla durante mucho. Imagina: La mujer que adoras se evapora, se vuelve niebla y no te da noticias. Ni con oporto se aplaca la angustia, créeme. Acudes todos los días al lugar, por si hubo una confusión de fechas, y acabas cogiendo reumatismo. Sigues volviendo, pero sólo para llorar sobre el futuro de tus sueños deshechos y meditar en cómo el Destino te ha cortado el paso a la felicidad. Entonces Lord Tilbury, Ediciones Mamut en persona, te trae a Blandings para ayudarle a enredar a Robenston, porque en América hay cola para comprar sus libros. La última de Robenston es charlar con auténticos fantasmas de castillo inglés, que son los mejores, y publicar un tete-a-tete con alguno de ellos. “¿Qué piensa de estos tiempos, míster Fantasma?” “Húmedos, míster Robenston”. Ya me entiendes. Así que llego con el corazón destrozado y vago por el jardín tratando de recomponérmelo. Entonces, al pie de una estatua de Scévola mirándose la mano, a pleno sol, veo a Beryl. Entre el sol y el verdor exuberante de las hojas, temo que sufro la primera alucinación. Mi tío, el de los “Los Heraldos del Amanecer Rojo”, también alucina y siempre ve ríos de sangre, Mi padre le ve a él sobre un cajón de fruta. Pero no era la tara familiar sino Beryl en persona: mi corazón queda reparado y se une con el suyo, que también rateaba. Nos damos fuerzas el uno al otro. Ahora somos felices en nuestro rinconcito, donde Scévola se contempla la mano quemada y, cuando no allí, soñando cada cuál en su cada cuala. Dulce tormento.
-Calla. -Ordenó Pongo.- Ssí, sseñor Rowbotham, crreo que los ffantasmas son complejos de culbabilidad incrrustados en el espacio-Ttiempo.
Unas gafas negras, con el americano detrás, acababan de irrumpir el el salón. Ambos venían a nutrirse y saludaban a la concurrencia mientras se decidían por los arenques.
La mano de Dios, sabia, depositó una caricia en la frente de la Emperatriz, aquella cerda extraordinaria, y dio cuerda al corazón de Wellbeloved, el humano innecesario que era el ajustado retrato del hombre huyendo de la bañera.
A cada cuál el Señor despertó según su especie. A Lord Emsworth le sopló suavemente por el respiradero y recordó a su espíritu que ya era hora de volver al sueño de la vida, donde le esperaba el embrollo aquel de los americanos cazadores de fantasmas y del joven que arruinaba el don de la juventud poniéndose y quitándose barbas.
-Dios me ampare, Beach. -dijo, restableciendo el modo de funcionamiento habitual.
-Así lo espero, Milord.
-¡Cuán no sé qué es aquello que se nos pone cuando por primera vez mentimos!
-Shakespeare, Milord. Su Excelencia suele citarlo.
-¿Yo? Ah, claro: aquella institutriz, miss Mapleton, lo decía a todas horas cuando zurraba a mis hermanas, que jamás confesaban haber robado la lata de galletas.
-Temo no poder ayudarle, Milord, porque aquello sucedía antes de mi llegada al Castillo.
El Milord, concentrado en el te durante cuatro tragos, hizo un sitio en la mente para la filosofía matinal:
-Las mujeres, Beach.
-Las mujeres, Milord.
-Bellas, pero tozudas.
-Recuerdo habérselo oído a menudo, Milord.
-Ya se sabe: ni con ellas ni sin ellas, ¿verdad?
-Así me lo ha confiado Milord en varias ocasiones.
-Y duras. Duras como, como...
-¿Como el pedernal, Milord?
-Eso. La piedra de saltar chispas.
-Ciertamente, Milord. O sílex
-¡Y muy listas!
A Lord Ickenham Dios lo puso en marcha con un ligero tirón de orejas. El activo conde rozaba los límites del catecismo con aquella vocación de repartir alegría y justicia y de cometer buenas obras en busca de un final sonriente.
Ickenham saltó de la cama a la vida con una canción en los labios, y friccionándose para proporcionar quéhacer a las arterias. Cantaba Matilda, aprendida de unos leñadores australianos en su turbulenta juventud, mientras pensaba si seguirían confeccionando en Blandings aquellos arenques matutinos.
La tarde anterior había establecido su nuevo estatus en el castillo. No sólo era un ilustre invitado sino un consejero áulico del conde del lugar, Su Señoría.
-Ickenham, -le dijo Lady Constance al ponerle el ojo- después de sus últimas visitas, tan agotadoras...
-Querida Connie, una vez que me enteré de la agitación mental que reina en esta casa, desde que Baxter hizo revivir en usted el viejo instinto de la cacería, estrenado, si no recuerdo mal, contra la buena institutriz Mapleton, no pude menos que venir a restablecer la calma y la paz y a dejar las almas quietas y suaves, como la lámina del estanque. No tiene por qué agradecérmelo.
-¿Dice usted?
-Que bendigo de corazón una de las cuatro perdigonadas que recibió el admirable Baxter. Una mujer no desciende en vano de cien condes.
-¿Cuatro? Pensaba que...
-¿Acaso que dos? No sólo fue el niño George el que sintió la necesidad de atacar a Baxter por la retaguardia y huir, Lady Constance. Hay en Blandings mucha represión.
-¿Y el individuo de la barba que nos presentó como el doctor Freud, de Viena?
-Es Pongo, mi sobrino, en misión secreta cerca del conde de Tilbury; ya sabe usted que Tilbury esclaviza escritores y los exprime sin compasión. Pongo, como doctor Freud, debe psicoanalizar al conde, y, como apoderado de Clarence, proteger a su americano, Robenston: ponerlo a salvo de editores y de fantasmas.
La mano de Dios se posó tarde sobre Lady Constance Keeble, que ya había despertado y aprovechaba para ordenar la prioridad de sus negros proyectos. Estaba tan segura como pueda estar la hija de cien condes de que Ickenham perturbaría todo el viejo mundo de hospitalidad y de cortesía, y que acabaría mortificando a Tilbury y a Dunstanble en beneficio de la cerda. En cuanto al futuro del americano Robenston, no podía ni imaginar qué designios habría trazado.
Las circunstancias relacionadas con la carabina de aire comprimido de su sobrino George le impedían tomar medidas directas y arrojar de una patada a Ickenham a la oscuridad exterior. Pero no le impedían forzar a su Hermano Clarence a dar la boleta a los intrusos: el conde era como arcilla entre sus manos, aunque una arcilla algo fugitiva. “Si Clarence pierde su cerda -se dijo- y cree que ha sido Ickenham, las circunstancias cambiarán. Nadie pensará en perdigones”.
La mano de Dios, que ya se apoyaba en la frente de la castellana para infundirle fuerzas con que superar las tareas del día, se retiró. Tras la frente bullía una mente poderosa que tramaba planes napoleónicos. De dominio mundial.
Pongo, tras vérselas con los arenques, se relajó. Confiaba en que el fósforo que desprendían le ayudara a mantener la cabeza fría y las piernas ligeras. Una vez más su tío Fred le había involucrado en bonitas e instructivas excentricidades y sólo pedía a Dios el letargo.
Definitivamente intransitivo, aguardando a que el fósforo de arenque obrara, disfrutaba del paso del tiempo, siempre más lento con el estómago repostado. El tiempo llegaba, encabezando a todos sus minutos, recorría en procesión el comedor, inspeccionaba el aparador, olfateaba los aranques, los riñones al jerez y el pastel de carne, sentía la tentación de tirar un panecillo contra la nariz del Pongo, volvía denso el silencio y se retiraba lentamente. Tempus fugit.
Durante el cuarto paseo, el tiempo tuvo que apartarse de prisa porque acababa de entrar el joven Robespierre en tropel: había entrado tanto que parecía varios. Era el columnista según Pongo y el comunista en la versión de Lord Emsworth. Llegaba con la intención de romper el ayuno de la larga noche y fortalecerse para la tarea de acompañar al americano Robenston en la cacería de fantasmas.
Se acercaban a uno de los cuadros de la galería y el escritor, circunspecto y racionalista, preguntaba a la tela:
-¿Estás ahí?
Si el silencio era la respuesta, seguía con su método garantizado:
-Si no puedes hablar ni generar ectoplasma, manifiéstate de algún modo.
Hasta entonces ningún cuadro se había manifestado, Pero Robenstone veía tan grande el castillo que estaba seguro de hallar un buen puñado de fantasmas. Lo difícil era localizar su guarida.
Para tal ronda Rob necesitaba abundancia de carburante. No sólo por la cacería de fantasmas auténticos de castillo, sino para volar como un abejorro primaveral al rincón del jardín donde le aguardaba Beryl. Allí se tomaban de las manos y hablaban de las estaciones del año, del sol que reverberaba en sus ojos y de sus dedos largos y finos que se posaban sobre Rob como una suave brisa, como un aleteo. Las cosas del amor, tan inquietantes vistas por dentro y tan extraterrestres desde fuera.
-Hola, Rob. -dijo Pongo.
Rob pareció afectado por alguna inestabilidad. Que le colgaran entre Boccaccio y Chaucer si no había oído la voz de Pongo. Una voz sin cuerpo. Quien debía tropezarse con voces sueltas era Robenston, pero las gafas de concha se lo debían impedir. La conmoción era grande en su espíritu porque en el comedor sólo estaban él y el barbitas de Viena, un tío que sacaba los fantasmas del cuerpo mediante algo llamado psicoanálisis.
-Hola, Rob. -insistió Pongo.
-Cielos. -dijo en la dirección del doctor vienés, del que sabía que era un loquero de prestigio mundial- Es como tener una mente doble. ¿Creerá usted que estoy oyendo el saludo de un viejo amigo del colegio?
-Lo creo, porque yo he emitido la voz, gusano sensitivo. El amor te ha dado de lleno y eso rebaja la inteligencia a la mitad, lo que en tu caso significa una mente de conejo.
-¿Eres tú, Pongo? Me quitas un peso de encima. -confesó, manteniendo la vista sobre el pastel de carne.- Con esa barba de color pulga no se te conoce. No sabía que te hubieras metido en el negocio de los chiflados y, además, siempre creí que te llamabas Twistleton, no Freud. Una confusión memorística, supongo.
-Es que estoy disfrazado, Rob. Si tuvieras un tío como el mío lo comprenderías. Estoy aquí, dentro de esta barba y de este traje negro, para velar por tus intereses. Soy tu loquero de la guarda.
-¿Y qué te he hecho yo, Pongo?
-Presentar un cuadro tan agudo de amor a distancia que ha obligado a tío Fred a intervenir en tu beneficio. No soporta ver almas en pena sin mezclarse con ellas.
-¿Quién está en pena? Vivo cerca de ella. Bajo el mismo techo. Nos calientan los mismos radiadores; comemos los mismos riñones salteados. Beryl soy. En Beryl creo. Por la noche su espíritu viene a calentar mi cama.
-Es la botella de agua caliente, burro.
-No sé, no sé. Es un calor tibio y perfumado. Espiritual.
-Como digas, pero, en ese frenesí de la imaginación, no olvides que no me conoces más que de oídas. Nada de decirme en el salón de fumar “Por cierto, Pongo, ¿qué fue de Fredie Widgeon, aquel enamoradizo patológico?” Ya sabes a lo que me refiero. Lo llaman “lapsus”.
-Y tú no me llames Robespierre, ¿de acuerdo? Con Rob basta: la gente de la familia me supone un Robert cualquiera, pero ser Robespierre no me permitiría vivir en la madriguera de un conde ni tratar de birlarle una sobrina. Chico, qué vueltas da la vida.
-Ni te lo imaginas. Cuando te pongan la primera barba y empieces a ser de Viena durante tu vida consciente, sabrás de verdad cuántas vueltas da.
-Verás, verás. -siguió Rob, sin prestar atención al dolorido sarcasmo de Pongo.- Un día Beryl no se presentó a nuestra cita. Esperé hasta que la humedad que venía del río me dejó como un mejillón. Con paraguas. No volví a verla durante mucho. Imagina: La mujer que adoras se evapora, se vuelve niebla y no te da noticias. Ni con oporto se aplaca la angustia, créeme. Acudes todos los días al lugar, por si hubo una confusión de fechas, y acabas cogiendo reumatismo. Sigues volviendo, pero sólo para llorar sobre el futuro de tus sueños deshechos y meditar en cómo el Destino te ha cortado el paso a la felicidad. Entonces Lord Tilbury, Ediciones Mamut en persona, te trae a Blandings para ayudarle a enredar a Robenston, porque en América hay cola para comprar sus libros. La última de Robenston es charlar con auténticos fantasmas de castillo inglés, que son los mejores, y publicar un tete-a-tete con alguno de ellos. “¿Qué piensa de estos tiempos, míster Fantasma?” “Húmedos, míster Robenston”. Ya me entiendes. Así que llego con el corazón destrozado y vago por el jardín tratando de recomponérmelo. Entonces, al pie de una estatua de Scévola mirándose la mano, a pleno sol, veo a Beryl. Entre el sol y el verdor exuberante de las hojas, temo que sufro la primera alucinación. Mi tío, el de los “Los Heraldos del Amanecer Rojo”, también alucina y siempre ve ríos de sangre, Mi padre le ve a él sobre un cajón de fruta. Pero no era la tara familiar sino Beryl en persona: mi corazón queda reparado y se une con el suyo, que también rateaba. Nos damos fuerzas el uno al otro. Ahora somos felices en nuestro rinconcito, donde Scévola se contempla la mano quemada y, cuando no allí, soñando cada cuál en su cada cuala. Dulce tormento.
-Calla. -Ordenó Pongo.- Ssí, sseñor Rowbotham, crreo que los ffantasmas son complejos de culbabilidad incrrustados en el espacio-Ttiempo.
Unas gafas negras, con el americano detrás, acababan de irrumpir el el salón. Ambos venían a nutrirse y saludaban a la concurrencia mientras se decidían por los arenques.
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