11/24/2005

EL FANTASMA DE BLANDINGS 2 POR ARTURO ROBSY





EL FANTASMA DE BLANDINGS 2
Segunda entrega de este novela de Pseudo Wodehouse. Busque en el índice o en los archivos la primera parte. La obra pertenece a Arturo Robsy, que autoriza su difusión por Internet. No su impresión ni ningún otro uso comercial.

SEGUNDA ENTREGA

Por un momento el sol vaciló sobre su elíptica. Había captado una figura familiar y la irradió generosamente. Los Emsworth, vestido de conde de los zapatos a la chistera, se abismaba en la contemplación de una rosa pública, de una rosa de parque blanca, lozana y alada. Cerca, con apariencia de quien caza a la guaita, acechaba un guarda: tenía buena memoria y aquel era el mismo tipo raro que, de año en año, pasaba por allí decidido a cortar las flores del municipio. Recordaba que era conde o duque, pero no alcanzaba a imaginar la causa de esa obsesión anual.

Cuando el sol lo reconoció, Emsworth era un conde a punto de levitar. Sólo unas pocas cosas le hacían recogerse como en oración y abandonarse a la contemplación de los paraísos: las calabazas, las rosas y las cerdas.

Ickenham, al verle arrobado, supo el orden de los próximos acontecimientos: Lord Emsworth, en éxtasis, cortaría la flor del día, el guarda le detendría, se formaría un alboroto porque siempre gusta ver a un tipo con sombrero de copa en apuros; y, al final, se resolvería el asunto en la comisaría.

-Hola, hola, Emsworth.

-¿Eh? ¿Ah? -era su forma de bajar la cabeza de las nubes-. Hola, sir Roderick

-Andas atrasado de información. Ahora soy Lord Ickenham.

-Enhorabuena.

-Fui sir Roderick Glossop, el loquero, sólo unos días, en Blandings. Luego volví a mi ser natural, o sea, a Frederick Altamond Cornwallis Twistleton, Lord Ickenham.

-Ah, las barbas y todo aquello.

-Todo aquello, en efecto, con unos toquecitos de Connie y otros de Baxter.

-¡Baxter! -rugió Emsworth: los ladrones de cerdas le soliviantaban.- Recuérdame que le despida.

-Ya no has hecho. Una medida que no te hubiera recomendado mejor la Pitonisa.

-¿Cuál?

-La de Delfos, ¿qué otra? Y ahora habla por mi boca: ¿ibas a cosechar esa rosa?

El buen conde regresaba y empezaba a notar el parque bajo sus pies. Ya recordaba que había dos sir Roderick, uno auténtico y otro falso, pero que le colgaran si sabía quién era quién, aunque, ciertamente, Ickenham sólo había uno y era el organismo allí presente: una inteligencia penetrante.

-¿Cómo sabes eso?

-Transmisión de pensamiento entre condes. Y leo tu futuro a no ser que des un paso atrás. No mires ahora, pero hay un ciudadano que te vigila y restriega los pies sobre el camino. Por la gorra sospecho que se trata de un guarda, justo el mismo que ya te ha pillado dos veces cortando sus rosas.

-¿Eh? ¿Ah? El parque, sí.

-Y los Hermanos Moss y compañía. A tus cincuenta y ocho años a lo mejor eres víctima del letargo de la edad.

-Oh, no. -pensó, dudando entre si pensar o volverse para ojear al guarda. Pensó.- No es la edad. Siempre he sido así, que yo recuerde. Además, estoy abrumado.

Los instintos benéficos de Frederic Altamond Conrwallis, quinto conde de Ickenham, levantaron las orejas. Los de Pongo Twisttleton cayeron al sueño, retorciéndose.

-Por cierto, Emsworth, ¿recuerdas a mi sobrino?

-Se ha quitado usted la barba. -advirtió el conde.

Pongo se estremeció junto con sus sentimientos benéficos. Peor que el episodio del loro era el recuerdo de sus aventuras en el Castillo de Blandings, perseguido de cerca por Lady Constance Keeble, castellana hermana de Lord Emsworth, muy suspicaz ante la manía de los impostores de presentarse a bandadas en su casa.

-Ya hemos recuperado la memoria, ¿verdad?

-Ya la hemos recuperado. -aseguró Clarence, noveno conde de Emsworth y vizconde de Bosham hasta que le pasó el título a su hijo con motivo de... de alguna cosa seguramente muy natural y que no valía la pena recordar.- Ya hemos recuperado la memoria y, con ella la abrumación.

-Caminemos un poco, Emsworth. Desengancha las arterias.

-Caminemos, pero después de echar un vistazo a ese señor que nos acechaba y que dices que nos conocía.

-¿Qué, lo conocemos, Emsworth?

-Lo conocemos y, es más, lo recordamos con claridad. Nos decía cosas de la personalidad oculta de los condes.

Anduvieron unos minutos por entre el silencio. Clarence parecía atento a las evoluciones de unas palomas. Las palomas no hacen otra cosa que evolucionar por los cielos y no contaban con su aprobación: gentes como ellas le habían arruinado el sombrero de copa anterior al allí presente y temía cualquier jugarreta.

-¿Y bien? -preguntó Ickenham.

-Creo que están lejos.

-¿Quiénes?

-Las palomas. Ya sabes que siempre buscan sombreros. Tienen patrullas volando permanentemente y, cuando ven uno, lo atacan por sorpresa. Palomas y sombreros no se llevan bien. Creo que los sienten como un desafío. Ya sabes que siempre buscan sombreros. Tienen patrullas...

-Los buscan. Bien observado. Pero preguntaba por esa “abrumación” tuya.

-Oh, sí. ¿Sabes lo que son los hijos?

-Lo siento: no me he reproducido; pero, si te sirve, sé lo que son los sobrinos.

-Se les bautiza, se les viste y, en cuanto cumplen la edad, se les envía a Eton. ¿Y para qué? En un descuido se casan y se vuelven vendedores de galletas para perros.

-¿Hablamos de Freddie?

-¿Qué Freddie?

-Del menor de tus hijos. Ya sabes, primero Bosham y, luego, Freddie.

-Es hijo mío.

-¿Hablamos de él? -con Emsworth había que tomarse las conversaciones con tila. Obtener frases rápidas, como rayos, que derramaran la luz sobre los hechos, era una vana esperanza.

-¿Y te referías a él como foco de tu “abrumación”?

-No.

-¿Qué otro hijo tienes invertido en el negocio de las galletas para perros?

-No es Freddie, es su mujer, Niágara. Ha venido de compras para reponerse de una ligera gripe. Conoció en el barco a un famoso escritor... ¿Por qué todos los americanos llevan gafas negras y sombrero flexible, a veces con una plumita, Ickenham?

-Se vuelven americanos en el barco. En su tierra son normales pero les pasa algo misterioso, como lo de Jeckil y Hyde. Y vagan por Inglaterra con gafas negras, flexibles y chaquetas a cuadros.

-Y sin paraguas. Verdad, verdad. ¿Le conoces?

-¿A quién?

-Al americano que se trajo Niágara a Blandings.

-¿El escritor está en Blandigs?

-Niágara lo invitó al enterarse de que el tipo buscaba auténticos fantasmas de castillo.
-Tu no tienes fantasma, de modo que le pones de patitas en la calle.

-No tengo, no, pero está Connie, que es una maníaca de las leyes de la hospitalidad. Además, le gusta tener en casa a celebridades. Y nuestro americano es célebre aunque nunca lo oí mencionar antes.

-¿Se llama Whitman?

-No. Más complicado.

-¿Twain?

-No conozco a otro americano famoso, Emsworth. Sigamos: ¿Connie le ha dado ya el pan y la sal?

-Dios mío, espero que no. Pastas de te, sí.

-Pues estás en un compromiso.

-Ya lo puedes jurar, Ickenham. Porque ese bribón de Tílbury anda detrás de las obras del americano: en las colonias prácticamente se las quitan de las manos a los libreros. Tílbury se presentó con un secretario y no hace más que rondar al escritor y hacerse llamar Lord para atribularlo.

-Eso es aún peor. Galahad le llama siempre “stinker tinker” y por algo será.

-¿Peor? ¿Es que no sabes que Tílburi cría cerdos? Ya trató de birlarme a la Emperatriz. Y el otro ladrón, el Duque de Dunstable, se ha presentado en casa. Habrán convenido en repartirse el botín.

-Ya me hago cargo. Los duques no son trigo limpio. Creo que ya han superado a los baronets en el ranking.

-¡Palomas! -dijo Emsworth, que no había dejado de vigilar disimuladamente.- Ésas no son formas de volar. ¿Has visto como raseaban?

-¿Y qué piensas hacer?

-Quitarme el sombrero. Son los sombreros los que las vuelven agresivas. Como los infernales niños de la catequesis, cuando presido algo con el cura: siempre hay alguno que trata de acertarme en la chistera con un bollo mordido. Connie me lo hace llevar, pero siempre he creído que una gorra provoca menos atentados en estos tiempos revolucionados.

-Tienes razón, pero hemos de conformarnos con un mundo donde es necesario ir de tiros largos. Es obligación de los condes soportar el peso de la chistera. Hablemos de lo que piensas hacer respecto a la cerda, a Dunstable, a Tílbury y a Niágara con su americano, del que lo único que sabemos es que no es Walt Whitman.

-¿Por qué crees que estoy abrumado? Y algo sé de andar entre brumas. No puedo hacer nada y allí está el hombrecito husmeando en los rincones, vigilado por Tílbury, a su vez vigilado por Dunstable, y todos vigilados por Connie que es la guardiana de las tradiciones familiares.

-Podríamos enviar un fantasma falso que diera algunos gritos por la noche y dejara una mancha de sangre en la alfombra. Visto un auténtico fantasma de castillo, el americano habría terminado su trabajo y se largaría en busca de otros.

-Ya pensé en ponerle una sábana al porquerizo, Wellbeloved, pero no es posible: el olor de la pocilga y el aliento de ginebra le delatarían. Además, la sábana no basta: ya nos ha dicho que los verdaderos fantasmas de castillo se parecen a los cuadros de la galería, y no hay modo de ponerle a Wellbeloved una barba que no le acabe colgando de la oreja.

Pongo volvió a estremecerse. Siempre que se repartían barbas le tocaba algún papel terrible, de mucho sufrimiento.

-Me hago cargo. No se puede esperar de Wellbeloved una buena actuación. ¿Sabe dar carcajadas siniestras? ¿Sabe hacer ruido de huesos flojos o chirriar los dientes? Ahora bien, un hombre que hubiera participado en representaciones de aficionados, quizá fuera capaz de satisfacer a tu americano.

Tío Fred, al decirlo, miraba fijamente a Pongo. Siempre supo que su sobrino tenía un talento especial con la barba puesta.

-No te haces cargo, Ickenham. Porque también tengo a Beryl, mi sobrina; la hija de alguna de mis hermanas. Beryl vaga por las estancias. Todas mis sobrinas vagan por ellas tarde o temprano. De pequeñas persiguen a los silbones del estanque y, de mayores, vagan. En cuanto se enamoran las facturan a Blandings. Y se enamoran todas, sin excepción. Creo que Beryl bebe los vientos por un comunista.

Pongo estaba en el secreto de aquel amor entre Beryl y su compañero de colegio, un tal Rob Rowbottham:

-Por un columnista. -corrigió.- Trabaja en el Red Sun de Tílbury.

Lord Emsword flotaba ligeramente hacia poniente y daba vueltas en torno a la nueva noticia, como un abejorro que ronda un pistilo.

-Columnista – le ayudó Pongo- es un periodista.
-Dios me bendiga. -gimió el lord.

Era un sencillo criador de cerdos espiritual y había sido atacado por los periodistas, que insinuaron que añadía fármacos a la dieta de la Emperatriz, Medalla de Plata En La Exposición de Cerdos Gordos.

Entonces sucedió lo que Pongo venía temiendo desde que el rayo de sol les mostró la imagen neblinosa de lord Emsworth:

-Invítanos a Blandings. -dijo el insensato tío Fred.- Necesitas mucha ayuda.

Como ya estaban a las puertas del Club de los Conservadores, corrieron a restaurar sus tejidos.

-Periodista, periodista -murmuraba lord Emsworth, mojando, de tanto en tanto, los níveos bigotes en el whisky con agua.