12/06/2005

EL FANTASMA DE BLANDINGS 4. Wodehouse por Arturo Robsy


EL FANTASMA DE BLANDINGS. CUARTA ENTREGA.

Al alba, la mano de Dios terminó de organizar las cosas que el hombre había barajado el día anterior, y puso el ojo del sol al borde, tras cuatro nubes algodonosas que parecían damas acudiendo a una conferencia en la parroquia.

La mano de Dios, sabia, depositó una caricia en la frente de la Emperatriz, aquella cerda extraordinaria, y dio cuerda al corazón de Wellbeloved, el humano innecesario que era el ajustado retrato del hombre huyendo de la bañera.

A cada cuál el Señor despertó según su especie. A Lord Emsworth le sopló suavemente por el respiradero y recordó a su espíritu que ya era hora de volver al sueño de la vida, donde le esperaba el embrollo aquel de los americanos cazadores de fantasmas y del joven que arruinaba el don de la juventud poniéndose y quitándose barbas.

-Dios me ampare, Beach. -dijo, restableciendo el modo de funcionamiento habitual.

-Así lo espero, Milord.

-¡Cuán no sé qué es aquello que se nos pone cuando por primera vez mentimos!

-Shakespeare, Milord. Su Excelencia suele citarlo.

-¿Yo? Ah, claro: aquella institutriz, miss Mapleton, lo decía a todas horas cuando zurraba a mis hermanas, que jamás confesaban haber robado la lata de galletas.

-Temo no poder ayudarle, Milord, porque aquello sucedía antes de mi llegada al Castillo.

El Milord, concentrado en el te durante cuatro tragos, hizo un sitio en la mente para la filosofía matinal:

-Las mujeres, Beach.

-Las mujeres, Milord.

-Bellas, pero tozudas.

-Recuerdo habérselo oído a menudo, Milord.

-Ya se sabe: ni con ellas ni sin ellas, ¿verdad?

-Así me lo ha confiado Milord en varias ocasiones.

-Y duras. Duras como, como...

-¿Como el pedernal, Milord?

-Eso. La piedra de saltar chispas.

-Ciertamente, Milord. O sílex

-¡Y muy listas!


A Lord Ickenham Dios lo puso en marcha con un ligero tirón de orejas. El activo conde rozaba los límites del catecismo con aquella vocación de repartir alegría y justicia y de cometer buenas obras en busca de un final sonriente.

Ickenham saltó de la cama a la vida con una canción en los labios, y friccionándose para proporcionar quéhacer a las arterias. Cantaba Matilda, aprendida de unos leñadores australianos en su turbulenta juventud, mientras pensaba si seguirían confeccionando en Blandings aquellos arenques matutinos.

La tarde anterior había establecido su nuevo estatus en el castillo. No sólo era un ilustre invitado sino un consejero áulico del conde del lugar, Su Señoría.

-Ickenham, -le dijo Lady Constance al ponerle el ojo- después de sus últimas visitas, tan agotadoras...

-Querida Connie, una vez que me enteré de la agitación mental que reina en esta casa, desde que Baxter hizo revivir en usted el viejo instinto de la cacería, estrenado, si no recuerdo mal, contra la buena institutriz Mapleton, no pude menos que venir a restablecer la calma y la paz y a dejar las almas quietas y suaves, como la lámina del estanque. No tiene por qué agradecérmelo.

-¿Dice usted?

-Que bendigo de corazón una de las cuatro perdigonadas que recibió el admirable Baxter. Una mujer no desciende en vano de cien condes.

-¿Cuatro? Pensaba que...

-¿Acaso que dos? No sólo fue el niño George el que sintió la necesidad de atacar a Baxter por la retaguardia y huir, Lady Constance. Hay en Blandings mucha represión.

-¿Y el individuo de la barba que nos presentó como el doctor Freud, de Viena?

-Es Pongo, mi sobrino, en misión secreta cerca del conde de Tilbury; ya sabe usted que Tilbury esclaviza escritores y los exprime sin compasión. Pongo, como doctor Freud, debe psicoanalizar al conde, y, como apoderado de Clarence, proteger a su americano, Robenston: ponerlo a salvo de editores y de fantasmas.


La mano de Dios se posó tarde sobre Lady Constance Keeble, que ya había despertado y aprovechaba para ordenar la prioridad de sus negros proyectos. Estaba tan segura como pueda estar la hija de cien condes de que Ickenham perturbaría todo el viejo mundo de hospitalidad y de cortesía, y que acabaría mortificando a Tilbury y a Dunstanble en beneficio de la cerda. En cuanto al futuro del americano Robenston, no podía ni imaginar qué designios habría trazado.

Las circunstancias relacionadas con la carabina de aire comprimido de su sobrino George le impedían tomar medidas directas y arrojar de una patada a Ickenham a la oscuridad exterior. Pero no le impedían forzar a su Hermano Clarence a dar la boleta a los intrusos: el conde era como arcilla entre sus manos, aunque una arcilla algo fugitiva. “Si Clarence pierde su cerda -se dijo- y cree que ha sido Ickenham, las circunstancias cambiarán. Nadie pensará en perdigones”.

La mano de Dios, que ya se apoyaba en la frente de la castellana para infundirle fuerzas con que superar las tareas del día, se retiró. Tras la frente bullía una mente poderosa que tramaba planes napoleónicos. De dominio mundial.


Pongo, tras vérselas con los arenques, se relajó. Confiaba en que el fósforo que desprendían le ayudara a mantener la cabeza fría y las piernas ligeras. Una vez más su tío Fred le había involucrado en bonitas e instructivas excentricidades y sólo pedía a Dios el letargo.

Definitivamente intransitivo, aguardando a que el fósforo de arenque obrara, disfrutaba del paso del tiempo, siempre más lento con el estómago repostado. El tiempo llegaba, encabezando a todos sus minutos, recorría en procesión el comedor, inspeccionaba el aparador, olfateaba los aranques, los riñones al jerez y el pastel de carne, sentía la tentación de tirar un panecillo contra la nariz del Pongo, volvía denso el silencio y se retiraba lentamente. Tempus fugit.

Durante el cuarto paseo, el tiempo tuvo que apartarse de prisa porque acababa de entrar el joven Robespierre en tropel: había entrado tanto que parecía varios. Era el columnista según Pongo y el comunista en la versión de Lord Emsworth. Llegaba con la intención de romper el ayuno de la larga noche y fortalecerse para la tarea de acompañar al americano Robenston en la cacería de fantasmas.

Se acercaban a uno de los cuadros de la galería y el escritor, circunspecto y racionalista, preguntaba a la tela:

-¿Estás ahí?

Si el silencio era la respuesta, seguía con su método garantizado:

-Si no puedes hablar ni generar ectoplasma, manifiéstate de algún modo.

Hasta entonces ningún cuadro se había manifestado, Pero Robenstone veía tan grande el castillo que estaba seguro de hallar un buen puñado de fantasmas. Lo difícil era localizar su guarida.

Para tal ronda Rob necesitaba abundancia de carburante. No sólo por la cacería de fantasmas auténticos de castillo, sino para volar como un abejorro primaveral al rincón del jardín donde le aguardaba Beryl. Allí se tomaban de las manos y hablaban de las estaciones del año, del sol que reverberaba en sus ojos y de sus dedos largos y finos que se posaban sobre Rob como una suave brisa, como un aleteo. Las cosas del amor, tan inquietantes vistas por dentro y tan extraterrestres desde fuera.

-Hola, Rob. -dijo Pongo.

Rob pareció afectado por alguna inestabilidad. Que le colgaran entre Boccaccio y Chaucer si no había oído la voz de Pongo. Una voz sin cuerpo. Quien debía tropezarse con voces sueltas era Robenston, pero las gafas de concha se lo debían impedir. La conmoción era grande en su espíritu porque en el comedor sólo estaban él y el barbitas de Viena, un tío que sacaba los fantasmas del cuerpo mediante algo llamado psicoanálisis.

-Hola, Rob. -insistió Pongo.

-Cielos. -dijo en la dirección del doctor vienés, del que sabía que era un loquero de prestigio mundial- Es como tener una mente doble. ¿Creerá usted que estoy oyendo el saludo de un viejo amigo del colegio?

-Lo creo, porque yo he emitido la voz, gusano sensitivo. El amor te ha dado de lleno y eso rebaja la inteligencia a la mitad, lo que en tu caso significa una mente de conejo.

-¿Eres tú, Pongo? Me quitas un peso de encima. -confesó, manteniendo la vista sobre el pastel de carne.- Con esa barba de color pulga no se te conoce. No sabía que te hubieras metido en el negocio de los chiflados y, además, siempre creí que te llamabas Twistleton, no Freud. Una confusión memorística, supongo.

-Es que estoy disfrazado, Rob. Si tuvieras un tío como el mío lo comprenderías. Estoy aquí, dentro de esta barba y de este traje negro, para velar por tus intereses. Soy tu loquero de la guarda.

-¿Y qué te he hecho yo, Pongo?

-Presentar un cuadro tan agudo de amor a distancia que ha obligado a tío Fred a intervenir en tu beneficio. No soporta ver almas en pena sin mezclarse con ellas.

-¿Quién está en pena? Vivo cerca de ella. Bajo el mismo techo. Nos calientan los mismos radiadores; comemos los mismos riñones salteados. Beryl soy. En Beryl creo. Por la noche su espíritu viene a calentar mi cama.

-Es la botella de agua caliente, burro.

-No sé, no sé. Es un calor tibio y perfumado. Espiritual.

-Como digas, pero, en ese frenesí de la imaginación, no olvides que no me conoces más que de oídas. Nada de decirme en el salón de fumar “Por cierto, Pongo, ¿qué fue de Fredie Widgeon, aquel enamoradizo patológico?” Ya sabes a lo que me refiero. Lo llaman “lapsus”.

-Y tú no me llames Robespierre, ¿de acuerdo? Con Rob basta: la gente de la familia me supone un Robert cualquiera, pero ser Robespierre no me permitiría vivir en la madriguera de un conde ni tratar de birlarle una sobrina. Chico, qué vueltas da la vida.

-Ni te lo imaginas. Cuando te pongan la primera barba y empieces a ser de Viena durante tu vida consciente, sabrás de verdad cuántas vueltas da.

-Verás, verás. -siguió Rob, sin prestar atención al dolorido sarcasmo de Pongo.- Un día Beryl no se presentó a nuestra cita. Esperé hasta que la humedad que venía del río me dejó como un mejillón. Con paraguas. No volví a verla durante mucho. Imagina: La mujer que adoras se evapora, se vuelve niebla y no te da noticias. Ni con oporto se aplaca la angustia, créeme. Acudes todos los días al lugar, por si hubo una confusión de fechas, y acabas cogiendo reumatismo. Sigues volviendo, pero sólo para llorar sobre el futuro de tus sueños deshechos y meditar en cómo el Destino te ha cortado el paso a la felicidad. Entonces Lord Tilbury, Ediciones Mamut en persona, te trae a Blandings para ayudarle a enredar a Robenston, porque en América hay cola para comprar sus libros. La última de Robenston es charlar con auténticos fantasmas de castillo inglés, que son los mejores, y publicar un tete-a-tete con alguno de ellos. “¿Qué piensa de estos tiempos, míster Fantasma?” “Húmedos, míster Robenston”. Ya me entiendes. Así que llego con el corazón destrozado y vago por el jardín tratando de recomponérmelo. Entonces, al pie de una estatua de Scévola mirándose la mano, a pleno sol, veo a Beryl. Entre el sol y el verdor exuberante de las hojas, temo que sufro la primera alucinación. Mi tío, el de los “Los Heraldos del Amanecer Rojo”, también alucina y siempre ve ríos de sangre, Mi padre le ve a él sobre un cajón de fruta. Pero no era la tara familiar sino Beryl en persona: mi corazón queda reparado y se une con el suyo, que también rateaba. Nos damos fuerzas el uno al otro. Ahora somos felices en nuestro rinconcito, donde Scévola se contempla la mano quemada y, cuando no allí, soñando cada cuál en su cada cuala. Dulce tormento.

-Calla. -Ordenó Pongo.- Ssí, sseñor Rowbotham, crreo que los ffantasmas son complejos de culbabilidad incrrustados en el espacio-Ttiempo.

Unas gafas negras, con el americano detrás, acababan de irrumpir el el salón. Ambos venían a nutrirse y saludaban a la concurrencia mientras se decidían por los arenques.
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